Un agujero en la alambrada by François Sautereau

Un agujero en la alambrada by François Sautereau

autor:François Sautereau [Sautereau, François]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras, Infantil
editor: ePubLibre
publicado: 1977-01-01T05:00:00+00:00


SEGUNDA PARTE

11 La leyenda del Criarde

ERA UNO de esos hermosos días de septiembre, poco antes del comienzo de las clases. Los trigos estaban segados hacía ya mucho, y se oía ahora el largo quejido de las trilladoras dentro de las granjas. El lúpulo estaba a punto, los Bachelot ya habían incluso comenzado a recogerlo. Por la mañana temprano, por los caminos se cruzaba uno con viejecitas que llevaban unos sacos de tela remendada y una sillita plegable. Y en un cesto, la comida del mediodía. Subían a los campos de lúpulo lo más deprisa posible, para poder hacer sus cuarenta kilos de cada día. Algunas solo vivían de eso. Los niños, si tenían paciencia, iban también para poderse sacar algún dinerillo de bolsillo.

El paseante solitario podía escuchar de pronto, en mitad del campo, una conversación animada a la vuelta de un recodo del camino. Ahí, detrás de esa fila de avellanos, se erguían unas varas adornadas con lianas de un verde suave, tan altas como las ramas de las judías gigantes. De cuando en cuando, una vara caía bajo las manos de alguien; sujetaban uno de sus extremos sobre un trípode de madera, y en seguida un grupo de mujeres se ponía a su alrededor para arrancar aquellas frágiles flores amarillas que producirían la cerveza. Y las echaban en un talego que llevaban atado a la cintura. Como ese delicado trabajo no impedía charlar, aprovechaban para comentar las últimas noticias del pueblo y de la comarca.

Hacia las diez, cuando el sol empezaba a pegar fuerte, la mujer del dueño del campo de lúpulo llegaba con bebida fresca. Normalmente sidra o limonada, raras veces vino; por el calor. Descansaban un cuarto de hora a la sombra del seto o bajo un enorme cerezo, y luego reanudaban el trabajo, poniéndose antes unos sombreros de paja de ala ancha, adornados la mayoría de ellos con una cinta negra. A veces saludaban el paso de una carreta o de un rodillo de trilla tirado por un sudoroso caballo conducido por un empleado de alguna granja. Eso daba ocasión para cambiar de tema. Se reían mucho con los chistes que contaban los hombres mientras podaban, cuando no sudaban arrastrando las lianas arrancadas y las ásperas hojas anchas, que amontonaban en un extremo del campo.

A mediodía sacaban los bocadillos y la fruta. A veces aparecía la dueña con un gran pastel y café. A menudo cantaban. Luego, después de echar una breve siestecita, seguía la recolección del lúpulo, casi siempre ya en silencio, debido al cansancio y al ritmo que había que mantener o recobrar. Los niños, en general, dejaban de trabajar después de la comida. Una mañana de trabajo ya era mucho para ellos. Se marchaban tranquilamente después de guardar las herramientas en la cabaña situada en medio del campo, y de dejar cuidadosamente, a la sombra del seto, el fruto de su recolección. A nadie le parecía mal que se fueran antes, era una costumbre de siempre.

Cogían la sombreada carretera que bajaba a Courquetaines,



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